Jesús Giráldez Macía
En febrero de 1803, en Londres, el fiscal Lord Ellenboroug lanzó su último discurso en el juicio en el que se acusaba de traición a Ned Depard y a otros seis hombres. En una parte de su intervención el fiscal puso énfasis en destacar que la «igualación parece claramente significar la reducción forzosa a un nivel común de todas las ventajas de la propiedad, de cualesquiera derechos civiles y políticos y, en resumen, de introducir entre nosotros esa dañina igualdad».
Ned Depard y los otros seis hombres fueron condenados a la horca. La sentencia dirigida a los acusados explicaba los pormenores macabros de la ejecución: «…seréis colgados por el cuello, pero no hasta la muerte; porque mientras estéis vivos, se bajarán vuestros cuerpos, se os arrancarán los intestinos y se quemarán delante de vosotros; vuestras cabezas y extremidades quedarán entonces a disposición del rey; y a que Dios Todopoderoso se apiade de vuestras almas». Las intervenciones y la perseverancia de Catherine, la esposa de Depard, lograron que sus cuerpos no fueran destripados ni descuartizados.
Catherine era una mujer negra libre, procedente de Jamaica, donde había conocido a Ned, un oficial irlandés al servicio de la corona británica proveniente de una familia acomodada. Hasta donde sabemos Catherine fue igual de beligerante, sensata, radical e inteligente que su marido. Ambos creían en un mundo igual y fraterno y juntos lucharon por una sociedad sin barreras sociales, ni raciales. Cuando Depard fue nombrado superintendente de la colonia británica en la Bahía de Honduras (actual Belice) tuvo la osadía de considerar a todos los súbditos británicos —exesclavos incluidos— como personas iguales y procedió a repartir terrenos por sorteo. Cesado de su cargo regresó a Inglaterra con su familia y ambos, Catherine y Ned, siguieron situándose en el lado de las causas justas.
La vida de Ned y de Catherine es el hilo conductor de Roja esfera ardiente, el magistral libro de Peter Linebaugh. En esa obra se analiza cómo el capitalismo forjó parte de su andadura universal destruyendo lo común: las propiedades comunales, las ideas colectivas, negando la aspiración de una sociedad justa, sin clases, sin divisiones raciales, sin intervención de poderes autoritarios divinos o humanos. Como se desprende de la sentencia a Ned, los poderes no se estuvieron con medias tintas. Las medidas en defensa de la propiedad y de la desigualdad social debían de ser efectivas pero también ejemplarizantes. Pero a pesar del despliegue policial que se montó en Londres el día de la ejecución (asistieron más de veinte mil personas) el discurso de Ned Depard en el patíbulo fue recibido con aplausos, y cuando su cabeza y las de sus compañeros fueron expuestas para mayor oprobio el pueblo desfiló ante ellas mostrando su respeto.
Tales momentos de represión son mayoritarios en la historia de la humanidad. Sirva como ejemplo que en un lapso de sesenta años (entre los que se encuentran los años de agitación social de Ned Depard y Catherine) en Inglaterra se dictaron más de treinta y cinco mil condenas de pena de muerte de las que, al menos, siete mil se hicieron efectivas. La inmensa mayoría eran personas pobres o rebeldes. O ambas cosas.
Para acabar con lo común se ha acudido a cualquier estrategia puesta al servicio de los poderes, entre ellas la aplicación del terror. Como contrapartida, las personas oprimidas han tenido que idear estrategias para seguir criticando a los poderes, resistiendo a la pobreza y al silencio forzado a través de los discursos ocultos y algunas representaciones populares. Una de las más conocidas plasmaciones de esas estrategias populares es la celebración de los carnavales, un espacio temporal arrebatado al poder para contravenir las normas de manera camuflada. Pero los ejemplos son muchos y variados.
En Fuerteventura, hasta mediados del pasado siglo, se realizaba un rito festivo conocido como el velorio de paridas. Cuando nacía una criatura el vecindario se reunía en la casa de la parturienta y se celebraban juegos y bailes. Las celebraciones finalizaban cuando se realizaba el bautismo, de ahí que el acto religioso se retrasara durante dos semanas. Los juegos y los bailes, presumiblemente inocentes, eran mixtos y muchas veces nocturnos. Estas oportunidades eran oxígeno puro para una sociedad como la majorera, que conoció las más duras condiciones de explotación, pobreza y desigualdad social imaginables.
El marco coercitivo sobre la moral y el control ideológico eran igual de subyugantes. A finales del siglo XVII una orden exigía el cese de los velorios de paridas porque «cuando algún vecino le nace una criatura están por espacio de quince días muchas personas, así como mujeres, hombres, niñas y muchachos y mozos, hombres casados y de otros estados, bailando y danzando con mucha descompostura y acciones torpes y deshonestas que en tratándose y concertándose de casar, por palabras de futuro (…) se juntan y comunican los novios como si fueran marido y mujer y algunos habitan en su misma casa». A pesar de las amenazas (encarcelamiento y excomunión) los velorios de paridas se siguieron celebrando —convirtiendo así un rito religioso en un acto casi pagano— porque había que liberarse de las amarguras.
No es de extrañar la especial fijación del poder con las manifestaciones musicales populares. Suelen ser creaciones surgidas desde abajo y encierran historias fácilmente transmisibles gracias a sus estrofas. De hecho, la mayoría de las innovaciones musicales han procedido de las periferias sociales y geográficas y a menudo su combustible emocional es un extraño cóctel de violencia, crítica, sexo y protesta. La represión es la reacción de los poderes cuando emergen esas innovaciones. Con el tiempo los poderes terminan por aceptarlas en su seno, edulcorándolas, transformando sus contenidos o incluso convirtiéndolas en sus señas de identidad, como en el caso de la polifonía en los monasterios.
La polifonía vocal es considerada uno de los acontecimientos estelares en la música religiosa europea. Pero su aceptación no fue nada fácil y varias órdenes religiosas llegaron a prohibirla. El propio papa Juan XXII publicó una bula contra «los discípulos de la nueva escuela, que se dedican a dividir el pulso (…) y crean notas nuevas que se prefieren cantar por encima de las antiguas». Esta curiosa aversión contra esta nueva forma de cantar la música religiosa tiene su explicación. Un dominico florentino, Giovanni Caroli, se mostraba escandalizado: «Esas polifonías son nuevas y las odio ya que más bien parecen pertenecer a la ligereza de las mujeres que a la dignidad de los hombres importantes». La Iglesia terminó por asumir la polifonía vocal y a partir de ahí este estilo musical dejó de ser femenino y pecaminoso. En estas y otras modalidades de música religiosa los coros se llenaron de castratis: mejor hombres sin testículos que mujeres llenas de sensualidad.
La música, más que cualquier otra manifestación cultural, es capaz de obrar prodigios colectivos. En 1969 la policía de Nueva York intentó detener a decenas de personas que bailaban en una discoteca de Manhattan. Stonewall no era una discoteca cualquiera. Su clientela, sin ningún tipo de restricciones raciales, estaba formada por gays, lesbianas, transexuales, travestis y gente sin hogar. Su resistencia espontánea a las detenciones se convirtió en multitud y en protesta consciente. En solo dos años la mayoría de ciudades estadounidenses y europeas contarían con grupos de defensa de los derechos LGTB.
Otras veces la música da satisfacción casi personal a las clases marginadas. En 1912 se cantaba una canción entre las comunidades negras estadounidenses: «Todos los millonarios se volvieron a mirar a Shine/ y decían: Oh Shine, oh Shine, pobre de nosotros/ Y decían: te haremos tan rico que no te puedes imaginar/ Shine decía: Ustedes odian mi color y odian mi raza/ Y decía: Salten por la borda y pónganse a corretear tiburones/ Y todos a bordo supieron que tenían que morir/ Pero Shine sabía nadar y sabía flotar/ Y Shine era tan bueno en el agua como un bote de motor/ Y Shine cayó al agua con estrépito y ante el asombro de todos/ Que se preguntaron si ese negro hijo de puta podría sobrevivir/ Pero el diablo miró desde allá abajo, en el infierno, y con una sonrisa/ Dijo: Es un negro, un nadador cabrón. Yo creo que lo va a lograr».
Hacía tan solo unos meses que el Titanic se acababa de hundir. Shine era uno de sus fogoneros.
Que se sepa, el primer autor del mundo que firmó un texto no fue un autor, sino una autora. Hija del rey Sargon I, la sacerdotisa Enheduanna vivió en Mesopotamia y fue, además, la primera cantautora de la que se tiene constancia. Las letras de sus himnos, escritas hace más de 4.000 años, todavía hoy pueden provocar asombro por su osadía entre la gente conservadora. Al igual que Safo, que escribiría escandalosos poemas mil quinientos años después, estas mujeres son algunos de los escasos ejemplos que nos llegan de un mundo empeñado en silenciar a la mitad de la humanidad. Séneca cita un ensayo que circulaba por Roma que se titulaba ¿Fue Safo una puta?; en 1073 el papa Gregorio VII mandó a destruir todas sus obras por impúdicas.
No obstante, las mujeres fueron relegadas del discurso público pero no del oculto. Prohibida su formación académica (o la proyección pública de aquellas que la tenían) la adaptación del discurso de las mujeres a la condición subalterna provocó ingeniosas soluciones: a menudo a través de la sutileza, del lenguaje indirecto, del uso de los dichos y adivinanzas, o simplemente (nada más y nada menos) que convirtiendo su memoria en la mayor reserva transmisora de cultura e historia. Otras veces liberando espacios de apariencia insignificante pero de gran carga simbólica.
Volvamos a los velorios de paridas de Fuerteventura. Uno de los bailes y canciones empleados en aquellos lugares eran los Aires de Lima que, a diferencia de los empleados en otras islas, a menudo contenían en sus letras insultos, sarcasmos y un indisimulado propósito sexual. Para mayor enfado de la moral, se establecían diálogos picantes o amorosos entre hombres y mujeres. El desconcierto llegaba cuando en los velorios o en otras celebraciones se realizaba el baile de san Pascual. El baile duraba lo que duraba una vela grande encendida y es el único baile que conste en nuestro folclore en que la mujer es la que saca a bailar al hombre. Podemos imaginar el desconcierto y la reacción de los hombres ante un baile que contravenía su particular poder danzarín. A menudo esos bailes terminaban con riñas o peleas entre hombres porque la masculinidad se veía afectada por el despecho o los celos.
En los espacios comunes, las distancias se acortan y la discriminación lo tiene más difícil.
La conquista de Canarias duró casi un siglo. Comenzó en 1402 y finalizó en 1496 con la rendición de la última resistencia guanche en Tenerife. Pero casi 20 años después el Cabildo de Tenerife organizaba cuadrillas policiales ya que «había muchos guanches alzados en las islas dañando y robando la tierra y ganados de los vecinos» porque «tienen por partido de decir que la tierra y ganados eran de sus abuelos y que por ellos los habían de comer».
Procedente del norte del continente africano y perteneciente a las tribus amazigh (bereberes), se estima que el pueblo canario forjó su propia cultura durante, al menos, mil quinientos años. Al igual que otros aspectos de su historia, la organización social de aquellas culturas isleñas es poco conocida pero no existen evidencias de que haya sido un pueblo especialmente jerarquizado. Podemos entender la resistencia de aquellas personas que perdieron su libertad al ser degradadas a la esclavitud o a la servidumbre. Fue, además, un hecho común, puesto que se conocen en todas las islas episodios de pequeños pero irreductibles grupos que decidieron mantener su modo de vida, aunque condicionado por la persecución y la clandestinidad.
Por alguna razón histórica ese pueblo fue especialmente celoso de su libertad. A Madeira, el archipiélago portugués cercano a Canarias, fueron llevados decenas de esclavos guanches desde mediados del siglo XV. Los canarios fueron destinados a trabajar como pastores o en los ingenios de azúcar. Pero aprovechando la orografía maderiense —tan semejante a la canaria— la mayoría de ellos también se alzaron en las cumbres. Su ejemplo y su proselitismo hizo que muchos esclavos no canarios también se rebelaran. En 1503 el rey de Portugal, Manuel I, emite una orden advirtiendo que «hemos mandado muchas veces echar fuera de dicha isla a todos los canarios, así horros como cautivos, por los grandes inconvenientes que para dicha isla se producen por culpa de ellos, según estamos informados, lo cual nunca se ejecutó tan enteramente como mandamos. Sin embargo, por esta presente mandamos que se (…) tome para nos como cautivos a todos los que se encuentren en dicha isla y nos los envíe a esta ciudad en la primera carabela que de aquella venga, para mandar hacer con ellos lo que nos plazca».
Inevitablemente la resistencia de aquellas personas alzadas —y por lo tanto obligadas a recurrir al hurto y al robo y a vivir en lugares recónditos y a menudo inhóspitos— tenía los días contados: su mundo se desmoronó; o más bien se lo desmoronaron.
Seis siglos después el pueblo canario encontró su oportunidad para obtener una reparación, casi una venganza. En 1954 se realizó Tirma, la primera película en la que aparecerían los pobladores primigenios del archipiélago. Tuvo pretensiones de superproducción y acabó convertida en un pastiche disparatado, pero que muy disparatado.
El guión se basaba en una obra teatral del escritor grancanario Juan del Río Ayala, pero la película, que iba a ser una producción española, tuvo problemas de financiación y se incorporó una productora italiana que puso el dinero y mandó al infierno el rigor histórico. Así fue como los canarios lucieron crestas iroquesas y abalorios de metales, dispararon flechas con sus arcos e hicieron lucha grecorromana; así fue como se utilizó el espléndido yacimiento de Cuatro Puertas pintando las paredes de sus cuevas (pinturas perceptibles todavía hoy) o colgando de ellas pieles de tigre y leopardo. A esta película no la salvan ni Marcello Mastroianni ni Silvana Pampanini, algunos de sus más conocidos protagonistas, pero lo más interesante ocurrió durante su rodaje.
Para la batalla principal entre isleños y conquistadores la coproductora contrató a cientos de extras. Los extras canarios tenían que hacer de canarios (a pesar de sus armas y vestimentas de indios norteamericanos) y entre ellos se encontraban afamados luchadores (de lucha canaria, no grecorromana); los conquistadores fueron militares peninsulares sacados del cuartel. El resultado fue que las escenas se tuvieron que repetir una y otra vez porque los canarios se negaban a morir o a rendirse, amén de que, en un exceso de celo interpretativo isleño, las huestes conquistadoras tuvieron que precisar de los servicios sanitarios de urgencia. Algunos protagonistas de aquella película han sido entrevistados. Muchos avalan la anécdota como real:«No queríamos perder como la otra vez». La otra vez había sucedido hacía seis siglos.
Los rastros de los recuerdos comunes a veces se visibilizan, y los propios recuerdos nos recuerdan que lo común existe.1
Notas
Para la redacción de este artículo se utilizaron las siguientes fuentes escritas:
- Roja esfera ardiente (Una historia en la encrucijada de lo común, los cercamientos, del amor y el terror, de la raza y la clase, y de Kate y Ned Despard). Peter Linebaugh, Akal, 2021.
- La música (Una historia subversiva). Ted Gioia, Turner publicaciones, 2020.
- Antoñito, el dulcero anarquista. Jesús Giráldez Macía, Baladre, Zambra, Libreando, 2015
- El infinito en un junco. Irene Vallejo, Siruela 2020.
- Los dominados y el arte de la resistencia. James C. Scott, Txalaparta, 2003.
- Los fantasmas de los guanches (Fantología en las crónicas de la Conquista y la Anticonquista de Canarias). Roberto Gil Hernández, Ediciones Idea, 2019
- Las Fortalezas secretas de los silenciados (La resistencia de los aborígenes canarios). Varios, Editorial Herques, 2022.
- Los esclavos aborígenes canarios en la isla de Madera. Lothar Siemens Hernández y Liliana Barreto de Siemens, Anuario de Estudios Atlánticos, 1974.