Nos sostenemos

Isa Álvarez Vispo

La narrativa de la sostenibilidad está en todas partes. Es imposible no escuchar esta palabra, independientemente del ámbito en el que transcurran las vidas. Una sostenibilidad, en la mayoría de los casos, no definida y que únicamente sostiene la narrativa de quienes buscan que nada cambie. En lo alimentario, sostenible se mezcla con ecológico, ecológico se mezcla con natural, natural se mezcla con artesano y así sucesivamente nos encontramos una amalgama de múltiples campañas que venden sostenibilidad desde etiquetas que invocan visiones del medio rural y de las cocinas teñidas de sepia. En este modelo, lo visible son luces de neón de las grandes distribuidoras que ejercen de faro guía hacia el consumo desarrollista. En el campo, el faro es la narrativa de la innovación y la tecnologización vestida de drones y agricultura con pocos agricultores y muchas menos agricultoras. Todo ello, conforma un modelo que se sostiene sobre un pilar principal, la desigualdad. Y sobre una falsa premisa, ofrecerse como la única opción.

En lo alimentario, como en el resto de ámbitos de nuestra vida, el modelo único ha moldeado, y sigue moldeando, paisajes, campos, pueblos y relaciones. Prioriza el asfalto, lo individual y grandes escalas, frente a lo común, lo rural, lo cercano, en definitiva lo humano. Porque no hay humanidad sin las otras. La interdependencia y ecodependencia no son opcionales, por mucho que se pretenda ignorarlas y sustituirlas por insumos tecnológicos. Insumos que agotan la energía de nuestra casa común. Los últimos años de pandemia han evidenciado que en las crisis, nos buscamos, si bien las falsas normalidades llevan a que muchos de los lazos creados sean más débiles de lo necesario. Pero incluso las normalidades son para unas cuantas, pero no para todas.

En estos años en que el colapso se ha llenado de significado y de mucho ruido, con múltiples voces que se dicen colapsólogas y colapsistas, sin despreciarlas, porque algo o mucho interesante aportan, la realidad es que nadie (o casi nadie) escucha ni mira a las colapsadas. A las que llevan años siendo periferia, a las que dejaron de tener normalidad hace mucho, o directamente nunca la tuvieron, a las que el lugar de nacimiento, el color de piel, el barrio o pueblo en el que viven, el género en el que se identifican, el empleo que ejercen o el no ejercerlo, y/o su condición sexual las bautiza como desiguales y como “no respetables” en esta construcción social que habitamos. Porque hay circunstancias que son fruto del azar, pero el que esas circunstancias se conviertan en opresión o privilegio es una construcción social que nos dicta qué es respetable y desde ahí se construye la normalidad y lo que queda fuera de ella, los centros y las periferias.

Hoy, en el sistema alimentario, el centro es la gran distribución y las grandes escalas, tanto en la producción como en el consumo. La periferia es el medio rural, el consumo de proximidad, la producción ligada a la tierra y el sentarse a comer y compartir alrededor de una mesa. El centro, lo visible, es el precio, el etiquetado y la inocuidad. Lo invisible, las pequeñas producciones agrícolas y ganaderas que sostienen territorios, las relaciones humanas y la gestión de lo común entre quienes habitan los pueblos, las manos de jornaleras y jornaleros invisibles que recogen cada día lo que llega a las estanterías del modelo único o las políticas que premian el ser terrateniente frente a ser capaz de alimentar.

Basta compartir un dato para entender los pilares del sistema alimentario. En el Estado Español, mientras escuchamos todos los días hablar de la importancia de “regularizar” desde personas hasta empleos, en el sector primario el dato del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, nos cuenta que solo el 62% del empleo es remunerado. Probablemente sea el único sector en el que se cuenta con una figura reconocida, la ayuda familiar, que permite contar con personas realizando trabajos sin ningún tipo de remuneración ni derechos adquiridos por ello. Esta figura, que podría tener cierto sentido en un contexto de agricultura familiar, en el que en determinados momentos se echaba mano de personas de la familia para algunos trabajos, es el paraguas bajo el que muchas personas, en su mayoría mujeres, siguen trabajando todos los días sin ningún derecho. A la vez, esta es una figura únicamente reservada para “la familia”, es decir, no aplicable a personas que puedan querer ayudar en esos trabajos pero no tengan vínculos sanguíneos con la persona o personas titulares. En estos casos la sanción puede ser importante. Este hecho evidencia dos cuestiones: La primera, que se asume un único modelo de familia y no se contemplan otras fórmulas para la colectivización del trabajo. El segundo, que parece asumirse que para poder mantener ciertos tipos de producciones orientadas al mercado visible, es necesaria mano de obra sin remunerar, es decir, para poder colocar alimentos en los mercados a precios “normales” pareciera que esto deba ser a costa de los derechos de algunas personas. La ayuda familiar, que parte de una cierta lógica en un ámbito más tradicional, se compra y se extiende a otras escalas, llegando al punto en el que incluso en las fincas en las que las personas son remuneradas por su trabajo, sus contratadores se sienten legitimados a no asumir ni el SMI ni el convenio aplicable a las personas jornaleras, y expresarlo públicamente sin ningún pudor. Es cierto que en otros sectores se oyen este tipo de mensajes en los últimos tiempos, pero no se ha naturalizado trabajar gratis (o casi) como ha ocurrido en el sector agrario. Pero aquí estamos en la parte invisible del sistema, en la periferia, con algunas de las colapsadas.

El objetivo final es colocar productos comestibles en un mercado a precios competitivos. Un objetivo que no es gratuito, y que además de sostenerse en la desigualdad de quienes ponen las manos en la tierra, también se sostiene en la pérdida de calidad y nutrientes en los alimentos. Así, de contar con alimentos hemos pasado a contar con meros productos comestibles. Productos que rellenan estómagos pero no nutren cuerpos ni campos, sino que en su lugar los envenenan. En este contexto, el acceso a alimentos se convierte en una excepción mientras los productos comestibles inundan neveras y despensas. Especialmente entre quienes menos recursos tienen, para quienes el mercado ha convertido el alimento en un bien de lujo.

Frente a este panorama existen otros mundos que surgen de la periferia, de las que sufren la desigualdad, de quienes peor malcomen y que buscan el sostén de vidas y planeta bajo otros parámetros. Para estos mundos la sostenibilidad de sus vidas, no pasa por ninguna etiqueta, sino por generar relaciones, compartir espacios, recursos y conocimientos. Pasa por el cuidado de la vida y el sostén de unas condiciones dignas para ella. Hace ya décadas que la narrativa de la agroecología nació en los campos de América Latina y desde allá saltó a Europa para mostrar que otras formas de producir son posibles y además mucho más justas. A la vez grupos de personas que querían alimentarse de otra forma bebían de experiencias surgidas en Japón en torno a quienes debían producir alimentos en campos cubiertos de radioactividad. Todas estas experiencias respondían a una misma pregunta ¿Cómo nos sostenemos mutuamente?. La respuesta es tan simple y tan compleja como la relación y la visión comunitaria. El entender que alimentarnos de forma sana, depende de contar con un planeta sano y que sostenernos nosotres no puede ser a costa del sostén de las demás. Premisas básicas y en apariencia bastante simples, que cada vez es más complicado aplicar en un contexto en el que la individualidad lo impregna todo.

Con el paso de los años las experiencias agroecológicas y que buscan otras relaciones se han ido multiplicando por todo el mundo. Hoy en día, solo la red URGENCI, la red Internacional de Agricultura Sostenida por la Comunidad, aglutina millones de personas que se alimentan bajo esa fórmula, pero hay muchas más iniciativas, numerosos grupos de consumo, despensas solidarias, huertas comunitarias u otro tipo de experiencias que tienen la relación y lo comunitario como base y están generando otro tipo de modelo alimentario, además de múltiples luchas por la defensa de los territorios. En estas experiencias, no todo es idílico. Muchas veces se parte desde el consumo, desde la búsqueda de canales en los que obtener alimentos sanos y para ello se asume que es necesario cambiar los modelos de relación. Este cambio cuesta más en la medida en la que se trabaja con personas que se han alejado en mayor medida tanto de la naturaleza como de lo comunitario. Normalmente, coincide con personas que también están más alejadas de las colapsadas aunque pueden estar próximas a colapsistas y colapsólogas, o incluso ser una de ellas. Entender estos espacios como una construcción común es uno de los pilares para que puedan funcionar y puedan perdurar en el tiempo, pero en la medida en la que se alejan de los parámetros y lógicas mercantilistas requieren de un esfuerzo mayor.

En Baladre, nos sabemos periferia y en la medida en la que esto sucede, lo comunitario es pilar de nuestra relación. No entendemos construir sin compartir. Por eso, comenzar un camino en torno a estos temas no fue tan complicado, en tanto que somos conscientes de las carencias y limitaciones. Pero tampoco sería justo decir que es tarea sencilla en cuanto a los contextos y presiones que nos rodean. Nos sabemos vulnerables, somos conscientes de la necesidad de las otras, pero no vivimos en una burbuja anticapitalista. Empezando por los propios barrios, en los que se llega antes a un establecimiento de comida poco saludable que a un mercado de producto fresco, se llega antes en tiempo, se llega antes por precio y se llega antes porque, incluso desde los Servicios Sociales o el Banco de Alimentos, la senda que se ilumina es la de la gran distribución. Además, no podemos ignorar que las marcas y la normalidad ejercen presión como elementos integradores. Cuando estás en los márgenes una hamburguesa puede ser un espejismo de la normalidad que añoras. Por otro lado, muchas de las experiencias nombradas anteriormente y que se han multiplicado en los últimos años, como grupos de consumo y otras, se han construido desde los centros, con un aire alternativo, pero alejadas de quienes peor lo pasan en el día a día. Hoy, esto va cambiando poco a poco, fruto de múltiples enredos en espacios que luchan por la soberanía alimentaria o la justicia social, pero también porque la periferia cada vez se ensancha más y las múltiples crisis van tocando cada vez más de cerca.

En este contexto, vemos también reproducirse las falsas soluciones. En estos días asistimos a cómo la gran distribución, elemento principal de las crisis, se ofrece como salvadora y adalid de la asistencia social, ofreciendo productos básicos a bajo precio. Todo ello con el aplauso de quienes o son ignorantes o buscan titulares (o ambos), y con absoluta irresponsabilidad están colocando las políticas y el espacio público a los pies de los grandes negocios sin ningún pudor. La gran distribución, si algo ha demostrado, es que es capaz de colocar productos a bajo precio en el mercado, lo que no muestra y muchas no quieren ver, es a costa de qué. Por eso, frente a los problemas de acceso al alimento, no basta con fijar precios, es necesario mirar modelos y sobre todo, colocar el foco en las relaciones y la justicia social que envuelve los distintos canales. Las soluciones reales no pasan por hacerle la campaña otoño-invierno a la gran distribución, pasan por recuperar relaciones campo-ciudad, por sabernos todas parte de la solución y entender el alimento como un bien común, como parte del sostén de nuestras vidas, que no podrá cuidarse mientras sigan desapareciendo los pueblos y las campesinas en el medio rural, mientras se asuma la esclavitud para llenar los platos y mientras no se entienda que es urgente volver a conectar con los ritmos y las necesidades de la tierra.

Todo esto forma parte de nuestros procesos en Baladre. Procesos que se van desarrollando entre nuestros espacios vitales del día a día y los encuentros que generamos para compartir y alimentarnos unas de otras. De ahí surgen los encuentros de ¿Nos sostenemos? que llevamos celebrando desde 2018. Espacios donde poder compartir tanto lo que hacemos como lo que nos preocupa, espacios de confianza en los que poder hablar en torno a la alimentación y todos los aspectos que la atraviesan, colocando nuestros miedos, nuestras inseguridades y también nuestras incoherencias. Celebrando juntas nuestros logros y avances. Espacios de cuidado en definitiva. Porque desde situarnos como especie vulnerable y ecodependiente, sabemos que no podemos conjugar el verbo sostener en modo impersonal. Entendemos que ninguna persona “se sostiene” sola, entre todas nos sostenemos.

Scroll al inicio